Reflexiones quincenales
Encomiable sí, heroico no
Poner en perspectiva a los líderes sociales y al policía Ángel Zúñiga.
La semana pasada, en Pance, Valle del Cauca, el policía Ángel Zúñiga se negó a participar en un desalojo al que había sido asignado. Lo notable de su oposición es, primero, la autenticidad con que se le ve en el video. Su sinceridad la subraya su determinación: sabe que está desobediendo una órden que bien podría costarle los años que lleva en la policía. Pero el punto más importante es que su motivación es moral: le resulta injusto desalojar a esas personas, pues no hay planes para reubicarlos y la cuarentena exacerba lo difícil de la situación.
Para no perder de vista el caso moral hay que dejar el aspecto legal de lado, tal como Zúñiga parece haberlo visto en ese momento. Es decir, que la órden era legal pero injusta, y él no podía, de buena conciencia, ser partícipe.
La órden, pues ejecutaba la decisión de un juez, era legal. La intervención posterior de su abogado diluye el valor moral de la situación. El abogado de seguro considerará (y ese es su trabajo) que esa es la mejor estrategia legal para que no sea sancionado o destituido: que el patrullero estaba cumpliendo la Constitución y la ley que prometió cumplir. Son palabras sonoras, y ahora abogado y policía tratan también de beneficiarse de la mediatización del caso (quién los culparía), pero Zúñiga no estaba haciendo interpretación constitucional: él estaba siguiendo su conciencia y su consideración era humana.
El argumento legal oscurece el moral. Que la disputa jurídica se resuelva jurídicamente.
¿Cuál es, entonces, el valor de su acción? Es el estar dispuesto a aceptar las consecuencias negativas de no llevar a cabo —de desobedecer— una orden legal que él considera injusta. Es una objeción de conciencia o un caso de desobediencia civil.
¿Pero de qué es que estamos hablando exactamente? ¿Cuál es la importancia social de todo esto?
Hay en especial una reacción que en nada ayuda a entender la situación y a ver qué podemos aprender de ella. Es la idea, fácil y oportunista, de unos congresistas de darle una condecoración (la más grande, proponen pomposos) a Zúñiga.
Es que el caso, si bien encomiable, no es extraordinario, ni debe ser visto así. Al final de cuentas, tener principios morales quiere decir en parte que hay cosas que uno no haría, aunque pierda.
Naturalmente que, cuando se mira la cuenta incontable de los cerca de 4.000 asesinatos extrajudiciales de los gobiernos de Uribe (y de los que ya van sumando en la columna de Duque), uno quisiera que la actitud del policía Zúñiga la hubieran tenido los soldados a quienes se les ordenó matar a personas inocentes para que pasaran por guerrilleros. Los soldados y los capitanes — y los mandos medios y los altos mandos. O los comandantes y policías del Esmad que terminaron mataron al joven Dilan Cruz en una protesta pacífica en noviembre del año pasado. Pero no fue así.
Entonces se preguntará el lector si me estoy contradiciendo: si la verdad es que hace falta más de la conciencia moral del policía Zúñiga y por tanto conviene condecorarlo para resaltar ese tipo de conducta.
Pero si miramos con algo de cuidado vemos que los principios morales incluyen el hacer y el no hacer. No es que la conciencia moral aparezca cuando uno se niega — asumimos que está ahí a cada paso que damos.
Piensa uno entonces en quienes arriesgan mucho con sus actividades. Por ejemplo, los trabajadores de la salud arriesgan mucho durante la pandemia: es un sí diario. Para muchos de ellos no es sólo su puesto el que está en juego, sino un compromiso personal y ético con la salud de las personas. Mucha gente se la juega día a día, pero sin lo sensacional del video.
Y, especialmente, arriesgan su vida las y los líderes sociales y defensores de los derechos humanos con sus principios y su quehacer. Según reportó El Tiempo, por ejemplo, entre enero y noviembre del 2018 fueron “asesinados 226 líderes sociales y defensores de derechos humanos en 112 municipios del país”. En los últimos dos años y medio del gobierno Santos, fueron asesinados casi 400 de ellos. En los primero 100 días del gobierno Duque, fueron asesinados 120.
Por eso hay que poner las cosas en perspectiva, estimados lectores y congresistas.
¿Tres meses más para los adultos mayores?
Les debemos mucho más que tratarlos como incapaces de cuidarse y decidir por sí mismos.
En los primeros días de la cuarentena, parecía que no había ninguna disyuntiva en tener que escoger entre la economía o la vida. La vida, punto. Decir que había que pensar en la economía era ser insensible. Con el pasar de las semanas, vemos que la cosa no es tan sencilla. Si, por ejemplo, hay gente que no puede conseguir plata para comer, es su salud la que está en juego. O sea, su vida. La economía o la vida es, para muchos, la vida o la vida. A estas alturas, las voces que insisten en el mantra sin matices de “salvar vidas” poco contribuyen a entender mejor por dónde hay que seguir.
Algo similar sucede con las medidas excesivamente restrictivas hacia los ciudadanos mayores: por tres meses más, hasta finales de agosto, continúa la política nacional de mantener recluidas a las personas mayores de 70 años (y en un nivel menor a las de entre 60 y 70). Lo de 30 minutos de salida tres días a la semana francamente no es serio.
Dos razones han justificado hasta ahora las restricciones: vulnerabilidad y salud pública. Primero, la vulnerabilidad: las personas de mayor edad son mucho más susceptibles de empeorar si contraen el coronavirus. La segunda es una consideración de salud pública: la capacidad del sistema hospitalario es limitada. Pero nótese que la consideración de salud pública no se hace solo por ellos: al aislar a los mayores, también se tiene en mente al resto de la población. Si los adultos mayores se enferman por causa del coronavirus, y por cuanto su condición puede también agravarse más fácilmente, ocuparían la disponibilidad hospitalaria, con lo cual se restringe la posibilidad de tratar a otras personas.
Esas razones estaban bien en un primer momento, y los ciudadanos, mayores y no mayores, entendieron la justificación y pusieron de su parte. El país merece crédito por los resultados que se han conseguido durante la pandemia, pero esas razones ya no justifican la continuación de las medidas más restrictivas.
¿Son esas restricciones justificables desde un punto de vista moral? ¿Son respetuosas de los ciudadanos mayores? ¿Realmente son normas que se preocupan auténticamente por ellos? La respuesta es la misma para las tres preguntas: no. No son justificables. No son respetuosas. No se preocupan auténticamente por ellos. Examinémoslas, comenzando por el último punto.
Para comenzar, la cuarentena para las personas mayores disminuye el nivel de actividad física y es de esperar, por tanto, que afecte su salud negativamente. Los efectos del sedentarismo en la salud están fuera de disputa. En general, y más con la edad (y por supuesto con otras variables relativas a la condición física y el estado de salud), la falta de actividad física lleva a un decrecimiento de la funcionalidad cardiovascular, que se empeora con la hipertensión y diabetes, los cuales se presentan con más frecuencia en los adultos mayores, explica la médica fisiatra Paula Andrea Suárez.
Es importante saber también, dice la doctora Suárez, que las pérdidas cardiovasculares, de masa muscular (o sarcopenia) y cognitivas, que inciden en diferente aspectos de la salud de los adultos mayores, son más difíciles de recuperar a medida que avanzan los años. No es simplemente quedarse unos días en casa; hay cosas que no se pueden reponer. Es imposible medir en este momento la incidencia de la cuarentena en la salud de las personas mayores. Para cuando se pueda establecer podría ser ya muy tarde, pero la evidencia sobre la importancia de la actividad física en los adultos mayores hace prever que los efectos serán negativos.
Segundo, las restricciones a los adultos mayores no son respetuosas de ellos. Ya muchos han comentado, por ejemplo, cómo las medidas parecen creadas para los “abuelitos”. En El Tiempo, un columnista define: “Abuelito. 1. Sujeto apocado, apocopado, que hay que esconder debajo de la alfombra para protegerlo”. Por supuesto, las connotaciones de “abuelito” son diferentes al ser dicho por una nieta y al ser dicho por el presidente de la República. Ese último es un estereotipo paternalista, peyorativo y, sobre todo, falso.
El punto del respeto se une a la pregunta por la justificación de las restricciones. Es central, desde el punto de vista moral, la idea implícita en las directrices del gobierno de que los adultos mayores ya no pueden decidir por sí mismos. Ni siquiera se pueden cuidar a sí mismos, aún sabiendo los riesgos. Por eso, se les obliga a no salir —a todos, sin distinciones que pudieran ser razonables, como, por ejemplo, los niveles de contagio en su vereda, municipio, o barrio, o el riesgo de contagio de acuerdo a su ocupación.
Los adultos mayores han tomado decisiones toda su vida y, en su gran mayoría, no han perdido la capacidad de juzgar las situaciones y decidir sobre sí mismos. Parte del respeto hacia cualquier persona es reconocer su derecho a ser dueña de su vida. Por todo esto, el principal problema de las restricciones es que ignoran la autonomía, y lo hacen de una manera excesiva y desproporcionada en relación con el resto de la sociedad.
Y yendo tal vez más al fondo, comienza a haber un daño moral. Es importante saber que uno cuenta, ser reconocido por otros, por su gobierno. Nadie es una isla, y parte de valorarnos a nosotros mismos, proviene del reconocimiento que otros hacen de nosotros como personas con tales o cuales características, y con la capacidad de tomar decisiones propias. Es sólo cuando el reconocimiento comienza a faltar, por una y otra razón, que vemos cómo dependemos de los demás. Y tristemente, estas medidas envían el mensaje a los adultos mayores de ser ceros a la izquierda, barridos debajo de la alfombra: confinados —y sin lugar a reclamo— en sus viviendas por otros tres meses.
No puedo dejar de mencionar la situación difícil de muchos ciudadanos mayores que viven solos. ¿Quién les hace mercado? ¿Quién sabe si están bien? ¿Quién habla con ellos y ellas?
Claro que eso no lo es todo. Con el ejercicio de la autonomía vienen obligaciones, y los adultos mayores han de reconocer, como muchos ya lo hacen, que deben cuidarse más por ser más vulnerables. Habrán de reconocer también que, eventualmente, si el número de contagios se dispara, la capacidad hospitalaria para atenderlos podría ser insuficiente, o que algunos de los recursos, como los ventiladores, se deberían destinar a pacientes más jóvenes. Esa es una realidad de la que el país tiene que hablar, en lugar de enclaustrar a sus ciudadanos mayores.
Pero la sociedad también puede y debe ayudar. Quizá deba intensificarse la educación a la población mayor sobre los riesgos de contagio. Podrían extenderse los horarios exclusivos en los supermercados para los ciudadanos mayores, o buses dedicados únicamente a transportarlos, de modo que se reduzca la posibilidad de contagio. Quizá se requiera que se les provean gratuitamente de tapabocas y geles antibacteriales. O que haya auxilios alimentarios específicamente dirigidos a los ciudadanos mayores pobres que, de otra manera, tendrían que trabajar por su sustento diario.
A menudo, al hacer consideraciones éticas y políticas encontramos que no hay soluciones perfectas, y que comprometernos con lo que valoramos implica tomar riesgos. Lo que no pueden hacer el gobierno y la sociedad es tomar el camino, paradójico, de infantilizar a sus adultos mayores tratándolos como “los abuelitos”: eso es injustificable.
La sociedad tiene que confiar en sus ciudadanos mayores. Es la muestra mínima de respeto que se les debe.
